Hoy en día basta con darle al botón de “Play Online” para estar en un servidor con gente de medio mundo. Pero hubo un tiempo —no tan lejano— en el que el verdadero “multiplayer” significaba arrastrar tu torre beige, meter el monitor CRT de 17 pulgadas en el maletero del coche de tu padre y rezar para que no se rompiera en la curva.
Los que vivimos las LAN parties de principios de los 2000 sabemos que aquello era más que jugar: era sudor, calor humano, olor a plástico quemado y una conexión real, de la de mirarte a la cara y gritar: “¡¿Quién me ha tirado la granada?!”
Campus Party: la meca de los jugones
Si hablamos de LAN en España hay un nombre que brilla con neones: Campus Party.
Nació en 1997 en Mollina (Málaga) con apenas 250 personas, pero fue en 2001 cuando Valencia se convirtió en su cuartel general, y ahí explotó la leyenda.
Imagina la Ciudad de las Artes y las Ciencias, convertida en un enjambre de 2.000 ordenadores conectados a un ancho de banda que, para la época, sonaba a ciencia ficción: 155 Mbps compartidos. Para ponerlo en contexto: en casa apenas tenías un módem de 56k que hacía más ruido que una cafetera vieja.
El precio de la entrada eran unas 14.000 pesetas (unos 84 € al cambio actual), que incluía la plaza, espacio para tu torre, y hasta tres comidas al día. Durante una semana, Valencia se transformaba en una colonia geek: gente durmiendo en sacos de dormir, pantallas parpadeando a todas horas y servidores improvisados para compartir películas, series, música y mods.
Y no solo era jugar. La Campus era seminarios, talleres, charlas con pioneros de la informática y la cultura digital. Allí se dieron los primeros pasos de proyectos de software libre, se hablaba de redes inalámbricas cuando el Wi-Fi apenas sonaba en revistas, y hasta se montaban zonas para aprender fotografía digital o programar en Flash.
El caos hermoso de una LAN
Quien haya estado en una LAN party sabe de lo que hablo: cables enredados como serpientes por el suelo, ladrones de enchufes pasándose de mano en mano, torres abiertas para “trastear” porque alguien había olido a quemado.
El ambiente era tan físico que casi podías tocar la electricidad en el aire. Se compartían carpetas enteras por red local con nombres como “No tocar” o “Peliculas_varias”, donde todos sabíamos que estaban los tesoros multimedia del momento.
Y por supuesto, la fauna humana:
- El colega que se quedaba dormido con la frente pegada al teclado.
- El que llegaba con la torre tuneada con luces de neón y ventiladores imposibles.
- El pobre cuya conexión “nunca iba” y acababa viendo a los demás jugar.
- El clásico que se olvidaba el cable de red y tenía que mendigar uno por el pabellón.
Todo eso formaba parte de la magia. Era una mezcla de festival, maratón y campamento. Una experiencia social completa, con risas, enfados, pizzas frías y partidas épicas que, aunque hoy las recuerdes pixeladas, siguen grabadas en la memoria como si fueran 4K.
Euskal Encounter: la veterana del norte
Antes incluso de que Campus Party llenara titulares, en el País Vasco ya había germinado otro monstruo de cables: la Euskal Encounter.
Nació en 1994 en San Sebastián y pronto se mudó a Bilbao, donde todavía hoy se celebra cada verano en el BEC (Bilbao Exhibition Centre).
Lo curioso es que, al principio, ni siquiera se centraba en los videojuegos. Era más bien un encuentro para demosceners y amantes de la informática creativa, donde se compartían gráficos, música digital y programas hechos “por amor al arte”.
Con el tiempo, los juegos tomaron protagonismo, y Euskal se consolidó como la LAN más longeva de España. A mediados de los 2000, superaba las 4.000 plazas, con gente llegando desde toda Europa.
Quien haya estado allí recuerda el olor a café en termos, las sillas plegables al borde de la rotura y esas noches eternas de Counter-Strike, Quake o Unreal Tournament que acababan con amaneceres difusos y bocatas de chorizo en la mano.
Murcia LAN Party: el espíritu que resiste
En paralelo, en 2001 nacía la Murcia LAN Party, que hoy puede presumir de ser la LAN activa más veterana de España.
Lejos de la magnitud de Campus o Euskal, su encanto está en la cercanía: cada edición mezcla gaming competitivo, charlas tecnológicas y cultura digital con un ambiente casi familiar.
En 2024 celebraron su edición XXI, con 100 horas de torneos non-stop, conferencias sobre realidad virtual e incluso una charla sobre computación cuántica. Y lo mejor: ese detalle friki que enamora, como el homenaje gráfico a Akira Toriyama (sí, el padre de Dragon Ball), porque saben que muchos asistentes crecieron entre consolas y mangas.
Del polideportivo al festival global
El tiempo pasó, las conexiones domésticas mejoraron y poco a poco las LAN caseras empezaron a ser menos necesarias. Pero lejos de desaparecer, evolucionaron en espectáculo.
El mejor ejemplo es DreamHack Valencia, que aterrizó en 2010 importando el formato de la gran LAN sueca. Allí ya no solo se jugaba: se montaban escenarios con gradas, pantallas gigantes, comentaristas y premios millonarios. Era la fusión definitiva entre las antiguas LAN y el show del eSports moderno.
Hoy en día, DreamHack sigue llenando pabellones con miles de asistentes, pero para muchos veteranos, en el fondo, no hay nada como aquella primera vez que enchufaste tu torre al lado de la de un colega y gritaste: “¡LAN detectada!”.
¿Por qué fueron tan especiales?
Más allá de los juegos y la tecnología, las LAN parties nos marcaron porque eran:
- Una experiencia física y social: conocías a gente que hasta entonces solo tenía un nick en el foro.
- Un laboratorio de cultura digital: se compartían conocimientos, mods, demos y hasta proyectos de software que luego serían importantes.
- Un rito de paso gamer: sobrevivir tres días sin dormir, con refrescos baratos y pizzas frías, era casi un bautismo de fuego.
Del ruido de los ventiladores al murmullo de Discord
Hoy las LAN parties parecen un recuerdo de otra era. La mayoría jugamos desde casa, con fibra óptica que nos da más megas de los que jamás soñamos en 2001. Ahora los torneos se retransmiten en Twitch con comentaristas profesionales, y los amigos están a un clic en Discord, sin tener que cargar un monitor de 25 kilos.
Pero, aunque la tecnología haya cambiado, la esencia sigue ahí. Aquellas LAN nos enseñaron que jugar no era solo ganar o perder, sino compartir. Era ver la cara de un desconocido que, de repente, se convertía en amigo porque os habíais pasado toda la noche en la misma partida.
Ese espíritu —de comunidad, de sudor y risas, de no dormir en tres días— es lo que aún nos une como jugadores. Aunque ahora los cables no crucen el suelo de un polideportivo, seguimos conectados por algo mucho más fuerte: la memoria compartida de haber vivido esa magia.